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Homenaje a la Constitución Nacional

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La “cultura” es la capacidad de emitir juicios fundados de valor sobre determinadas cuestiones. Para adquirir esa “capacidad” es necesario, previamente, estudiar, investigar y acceder al conocimiento. Mientras tanto, la “cultura cívica” es la capacidad de emitir juicios fundados de valor sobre aquellas cuestiones que están relacionadas con la organización política de un país, con sus instituciones, con las potestades y límites de nuestros gobernantes, así como también con el alcance y los límites de nuestros derechos/libertades.

Suelen enseñarnos que la Argentina nació el 25 de mayo de 1810 (con la aparición de nuestro primer gobierno patrio), y que se independizó de España –y del resto del mundo-, cuando el 9 de julio de 1816 declaró la independencia. Pero los educadores no suelen ser tan explícitos a la hora de explicar la importancia que tuvo, el 1 de mayo de 1853, cuando mediante la sanción de la Constitución Nacional, el país se organizó al amparo de una ley fundamental.

Es que se entiende perfectamente el significado de la existencia de un gobierno propio y el del término “independencia”, pero no se alcanza a comprender con precisión qué significa que un país esté organizado al amparo de una norma superior; sencillamente porque no se entiende bien qué es una Constitución, para qué sirve y cuál es la importancia de vivir en un Estado de Derecho.

Si se comprendiera que en un Estado de Derecho los gobernantes solo pueden hacer aquello que les está constitucionalmente permitido, nos interesaría saber, precisamente, qué es lo que les está permitido, y por lo tanto nos interesaría conocer a la Constitución que lo define.

Nadie puede darle importancia a aquello que no conoce, ni a aquellos que elaboraron y crearon lo que no se conoce. Es por eso que sabemos quién fué Saavedra (el presidente de nuestro primer gobierno patrio), y también Laprida (que presidió el Congreso de Tucumán cuando se declaró la independencia), pero desconocemos qué hizo Alberdi (el principal ideólogo de nuestra la Constitución Nacional) y Gorostiaga (el principal redactor de la misma)

Tuvieron que pasar más de ciento cincuenta años desde la sanción de nuestra ley fundamental, para que el Congreso le rindiera el merecido homenaje, instituyendo un día en su memoria: recién el 4 de diciembre de 2003 el Congreso de la Nación sancionó la ley 25.863, mediante la cual dispuso que el 1 de mayo de cada año sea el Día de la Constitución Nacional. Lo que no se explica es por qué la ley no redobló la importancia de la misma, disponiendo que ese día sea feriado. De hecho lo es por ser el día del trabajador, que se celebra mundialmente desde 1887, pero no por ser el día de la Constitución Nacional, que nació en 1853. 

Es por eso que no puede pasar inadvertido que el pasado lunes 1ro. de mayo se cumplieron ciento setenta años de la sanción de nuestra Constitución, o lo que es lo mismo, de la organización política del país, o si se quiere, de la conformación de nuestro Estado de Derecho.

Por la indiferencia con la que se la trata, es probable que quepa, en los tiempos que corren, hacer un llamado a la “solidaridad cívica”, cuyos términos podrían ser aproximadamente los siguientes:

¡Se necesita con urgencia conocer el paradero y contenido de una dama llamada Constitución Nacional. Se la conoce también como Ley Suprema o Ley Fundamental. Cumplió hace muy pocos días ciento setenta años de edad. Sufre depresiones por sentirse sola, abandonada, ignorada y sistemáticamente desobedecida. Padece síndrome de indiferencia y desapareció de la vida política del país hace ya varios años. Se la ha visto triste y deprimida en varias oportunidades, acompañada de otra dama denominada República, que también sufre las mismas patologías emocionales. Se la vio por última vez sobre el escritorio de un funcionario, que al advertir que su contenido le molestaba, decidió arrojarla por la ventana. Se requiere a la población que, de saber algo respecto de ella, lo comuniquen de inmediato a organismos públicos, escuelas y universidades. Se ofrece, como recompensa, una vida institucional más sana, y la satisfacción de vivir en un país en el que se respeta la ley y en el que se condena a quien tuviera la osadía de ignorarla!

Este “llamado a la solidaridad cívica”, que deambula entre la ficción y la realidad, es más pertinente que nunca en los tiempos que corren.

De cualquier manera, por mayor relevancia que en sí misma pueda tener nuestra Carta Magna, si no se la difunde ni se la conoce será difícil que sea valorada por los habitantes, quienes si no le asignamos relevancia cuando somos gobernados, menos aún lo haremos cuando eventualmente tengamos la oportunidad de ocupar algún cargo público. 

Si por un instante la Constitución Nacional adquiriera rasgos de humanidad y pudiera de algún modo expresarse, probablemente lo haría en los siguiente términos:

“Soy la Constitución Nacional, y quiero contarles que estoy un poco triste y desanimada. Sé que muchos de ustedes no me conocen; otros sí, pero no saben para qué existo, con qué objetivo nací y cuál es mi rol en la vida política e institucional de nuestro país; también sé que si bien algunos pocos lo saben,  desconfían de mi utilidad e importancia. 

          A su vez tengo muy claro que para la mayoría de los gobernantes soy un obstáculo, porque los limito y porque regulo el ejercicio del poder que ejercen. Supongo que es por eso que no quieren ni leerme, porque podría generarles algún cargo de conciencia. Sin embargo, a pesar de permanecer siempre callada, de vez en cuando siento la necesidad de expresarme, de decir lo que pienso, de ejercer la libertad de opinar que tan fervientemente consagro y concedo a todos los habitantes.

         Fui concebida en el año 1853, para organizar jurídica y políticamente la Nación, para limitar el poder de quienes deben conducir sus destinos (es decir, de los gobernantes) y para dar a todos los hombres derechos y libertades. He sido muy benevolente en este sentido, porque he preferido asegurar derechos más que imponer obligaciones a los habitantes.

        Según los constituyentes que me crearon, mi existencia serviría para constituir la unión nacional, para afianzar la justicia, para pacificar al país internamente, para lograr un sistema de defensa frente a las agresiones externas, para promover el bienestar de todos y para lograr que la libertad sea una realidad y no una quimera. Sin embargo, desde el comienzo todo me resultó muy difícil: los representantes de las catorce provincias que existían en 1853, no se pusieron de acuerdo, en la ciudad de San Nicolás –lugar en el que se reunieron para tomar la decisión de crearme-, y Buenos Aires terminó peleándose con el resto, motivo por el cual no participó de mi elaboración y nacimiento. 

         El pobre Urquiza, que tanto me había anhelado, tuvo que ejercer la primera presidencia constitucional sin poder gobernar a Buenos Aires. Después, finalmente, la hermana mayor se sumó al proyecto nacional, me quiso conocer en 1860, me revisó, y me actualizó un poco, añadiéndome algunos contenidos que me sirvieron para ser un poco más federal que antes.

         Me conozco a mí misma y sé de la importancia que debería tener en la vida política de la Argentina, aunque a veces creo que solo yo la percibo; pero nunca fui soberbia, por el contrario, admití que mis conceptos podrían quedar desactualizados con el tiempo y consideré conveniente crear un mecanismo para que los gobernantes, con un amplio consenso, pudieran modificarme y mejorarme. Pues lo hicieron seis veces más después de 1860, y presiento que algunos cambios que me han hacho fueron mezquinos y decididamente perjudiciales.

         A pesar de haber cumplido ya ciento setenta años de edad, nunca me ha sido fácil ser la vedette del ordenamiento jurídico y la base de la organización política de nuestro país. Es que si bien jamás me sentí agredida de palabra, ni cuestionada en cuanto a mi superioridad con relación al resto de las normas, he percibido, en cambio, indiferencia y desinterés por parte de los sucesivos gobiernos a la hora de hacer cumplir mis directivas. En realidad son contados los casos de quienes siguieron estrictamente mis postulados.

         En público todos los gobernantes me alaban y elogian con entusiasmo; dicen que soy la “ley de leyes”, y hasta proclaman la importancia de mi vigencia, pero luego no percibo la misma energía para acatarme. 

        Además hay algo que me aflige profundamente: la indiferencia con la que también ustedes, los ciudadanos, me tratan. Es cierto que muchos no han accedido a la educación básica, y que quienes lo logran, no reciben la instrucción cívica que un buen ciudadano necesita para valorar la razón de mi existencia.  Es evidente que eso me juega en contra, a pesar de ser, la educación, uno de los derechos civiles que más fervientemente quise asegurarles a todos los habitantes, desde mi artículo 14. 

      El problema no es solamente la ignorancia, porque muchos de quienes han podido conocerme tampoco parecen ver claramente por qué es necesario que se respete mi vigencia. Es muy doloroso sentirse innecesaria y darse cuenta que muchas cosas andan mal, en la Argentina, a raíz del desconocimiento que gobernados y gobernantes tienen de mi contenido. ¿Acaso alguien se ha acordado alguna vez de que cada 1ro de mayo es mi cumpleaños?

«Claves para la educación cívica de los argentinos”, último libro del Dr. Félix Lonigro.

         He sufrido el agravio de haber sido archivada durante varios años: desde 1930 hasta 1983 pasaron cincuenta y tres años, de los cuales viví en cautiverio durante veintitrés. Fueron tiempos difíciles, en los que fui denostada y maltratada por gobernantes inescrupulosos que se atribuyeron los derechos del pueblo y gobernaron en su nombre, sin que éste los haya elegido. Pero debo tener la honestidad suficiente como para reconocer que mi prestigio no aumentó demasiado en períodos de democracia.

        Sé que nací para vivir eternamente, pero el dolor de no ser lo que debería, va socavando mis fuerzas, porque el olvido y la indiferencia son, muchas veces, peor que el ataque directo y despiadado. Pero eso no sería nada, si no fuera porque percibo que el funcionamiento de las instituciones se deteriora con la misma velocidad con la avanza mi congoja. Para colmo, durante la última “operación” a la que fui sometida, en 1994, verifiqué, con contenida indignación, cómo se inyectaban en mi seno tumores cancerígenos, obligándoseme a autorizar al presidente de la Nación, a ejercer facultades del Congreso, y a éste, a delegarle a aquel las propias. ¡Justo yo, que en 1853 había advertido a los legisladores que si hacían semejante cosa cometerían un delito cuya pena sería la de quienes traicionan a la patria!

        Sé que el tiempo es limitado para los mortales e ilimitado para los países y sus instituciones, por eso no puedo permitirme perder las esperanzas. Hay nuevas generaciones que aún pueden valorarme y rescatarme, y para ellos sueño. 

       Sueño con un país en el que los gobernantes acrediten su idoneidad -la que les exijo en mi artículo 16 para que puedan acceder a los cargos públicos-, demostrando que me conocen íntimamente, con lujo de detalles, y que acatan mis directivas con total convicción. 

       Sueño con un país cuyos habitantes me tengan como texto laico de cabecera; en el que los maestros me muestren orgullosamente a sus alumnos; en el que éstos reconozcan la importancia de mi plena vigencia, y las autoridades me evoquen en cada aniversario de mi nacimiento. 

       Sueño con que cada 1 de mayo, la gente celebre el día del trabajador, pero que además tenga claro que es mi día, y que para evocarme también sea feriado. 

       Sueño con todo eso, pero no quiero ser pesimista. Confiaré en el futuro, en las nuevas generaciones, porque al fin y al cabo soy la Constitución Nacional, y dejando de lado por un instante la modestia, tengo la plena convicción que lo mejor que le puede pasar a este país, es que todos mis sueños alguna vez se hagan realidad. 

       Le pido a Dios, a quien en mi preámbulo he calificado como “fuente de toda razón y justicia”, que nos conceda a los argentinos esa posibilidad. ¡Ojalá que así sea, por hoy y por siempre!”

Probablemente así se “sienta” hoy nuestra Carta Magna, pero aún en el contexto de las dificultades económicas, políticas y sociales que se viven en nuestro país, bien vale destacar su importancia. Es tiempo, entonces, de hacer votos para que su supremacía prevalezca por sobre la que muchas veces pretenden adjudicarse algunos gobernantes mesiánicos, que suelen sentirse más importantes que ella.

A ciento setenta años de su nacimiento, la Constitución Nacional es nuestra guía, nuestro programa, nuestro gran paraguas institucional. Conocerla debe ser nuestro gran objetivo, y exigir que se la respete, nuestra principal misión cívica. ¡Que así sea!

El autor es abogado. Profesor de Derecho Constitucional (UBA). Su último libro es "Claves para la Educación Cívica de los Argentinos" editado por Planeta.

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