La jurisprudencia aduanera argentina no tiene fama de audaz. En general, avanza con pie de plomo, temerosa de desentonar con la música de la Corte Suprema o de invocar el nombre del GATT en vano. Pero en ocasiones excepcionales, entre las sombras de los tecnicismos y el ritualismo procesal, se cuela una brizna de lucidez. Tal es el caso del voto en disidencia del Dr. Miguel N. Licht en la causa “World Sport S.R.L.”, cuya densidad conceptual y elegancia literaria lo sitúan —sin exageración alguna— entre los más brillantes ensayos judiciales sobre valoración aduanera que ha producido este país en décadas.
La controversia, que a simple vista podría parecer una más entre tantas —la discusión sobre si ciertos pagos por regalías deben o no adicionarse al valor en aduana de las mercaderías importadas— se transforma en el fallo en una radiografía completa de las deficiencias probatorias de la Aduana, de los artilugios evasivos de los importadores y, lo que es más importante, de las debilidades argumentales de una jurisprudencia que ha confundido, por años, el principio de literalidad contractual con la verdad jurídica objetiva.
Lo que el Dr. Licht plantea, con una prosa que no teme a la ironía ni a las analogías teatrales, es que el análisis de la “condición de venta” no puede seguir siendo reducido a una lectura monocorde del contrato de licencia. Lo que exige el artículo 8.1.c del Acuerdo de Valoración de la OMC es un análisis sustancial de las relaciones económicas reales. Pretender que la existencia o no de la “condición de venta” dependa exclusivamente de una cláusula explícita, sería, en sus palabras, “atribuir al legislador una inconsistencia que no es razonable”.
Su voto, además, introduce un método interpretativo olvidado por la dogmática aduanera: el de la supresión hipotética. ¿Habría podido el importador adquirir esas mercaderías de no haber mediado el pago de las regalías? Si la respuesta es negativa —como lo fue en “Wabro”, “DD S.A.” y, con matices, en “Philips”— entonces el canon forma parte del precio, aunque el contrato de compraventa y el de licencia se miren con recelo y nunca se nombren entre sí.
La lectura de las cláusulas contractuales que realiza el Dr. Licht en todos estos fallos no es sólo filológica, sino estructural. No se limita a traducirlas del inglés: las interpreta en su arquitectura económica. Advierte que allí donde se exige que el proveedor esté previamente aprobado por el licenciante, donde se impide la subcontratación, donde se dispone la destrucción del stock ante la terminación del contrato, hay un indicio inequívoco de control funcional. Y si hay control, hay subordinación. Y si hay subordinación, hay condicionamiento. Y si hay condicionamiento, hay ajuste.
El contraste con los votos de sus colegas de Sala no puede ser más elocuente. Mientras el Dr. Segura y la Dra. Sarquis parecen atarse a la jurisprudencia de la Cámara como quien reza un rosario —invocando precedentes como el de “Nestlé” o la Opinión Consultiva 4.8 del Comité Técnico como si fueran dogmas revelados— Licht no teme recordarnos que la analogía sin identidad fáctica es puro humo. “No basta con arrimar fallos como quien exhibe ilustraciones”, dice. “Es preciso demostrar que el papel que en aquellos casos jugó determinado contrato es, en lo esencial, el mismo que aquí”.
Pero lo más notable de su postura no es su crítica a la falta de prueba del actor, sino a la indulgencia de los tribunales. ¿Desde cuándo —se pregunta— basta con que el importador diga que es libre para que lo consideremos libre? ¿Desde cuándo la omisión de una cláusula expresa nos impide ver el condicionamiento tácito, estructural, económico, ineludible?
Esta línea de razonamiento alcanza su culminación en el voto mayoritario del caso “Cosméticos Avon”, donde finalmente la Sala G en pleno —ya sin disidencias— concluye que los servicios de marketing, ventas y contabilidad no constituyen cánones ni regalías conforme al artículo 8.1.c del Acuerdo. ¿Qué cambió? ¿Fue el tipo de contrato? ¿El perfil de la empresa? ¿O acaso la convicción —cada vez más difícil de sostener— de que la marca y el método de venta no determinan el valor, aun cuando sin ellos no habría ni producto, ni venta, ni negocio?
Es probable que el fallo “Avon” marque un nuevo punto de partida. Y no por lo que dice, sino por lo que omite. El análisis técnico es impecable, pero aséptico. Se reduce a constatar que los pagos por asesoramiento no constituyen regalías y que la comercialización podría haberse hecho sin ellos. Pero no se pregunta —como lo haría un buen analista económico— si el modelo de negocio de Avon, basado en la venta directa y en una red de revendedores que deben respetar políticas de marca, puede subsistir sin ese “know how” que el contrato denomina eufemísticamente “asistencia técnica”.
El fallo “Philips” repite esta lógica: a falta de traducción oficial del contrato, el Tribunal parte de los argumentos de las partes. Pero la mayoría, una vez más, se refugia en la ausencia de prueba para evitar la incomodidad de pensar. Sólo el voto de Licht intenta reconstruir el negocio subyacente, entendiendo que el contrato de servicios generales era en realidad un mecanismo de remuneración por el uso de marca y no una verdadera contraprestación por servicios técnicos o contables.
En definitiva, la jurisprudencia de la Sala G, con todos sus matices y disidencias, ha puesto al descubierto una tensión estructural que atraviesa el derecho aduanero moderno: la que existe entre la forma contractual y la sustancia económica. Entre el documento y el negocio. Entre el contrato y la condición. Entre lo que se dice y lo que en verdad ocurre.
Y en ese terreno, el artículo 8.1.c del Acuerdo no es una norma más: es el espejo en el que se refleja toda la política aduanera del siglo XXI. Porque allí donde el valor de la mercancía ya no depende sólo de lo tangible —el objeto— sino de lo intangible —la marca, la tecnología, el acceso al mercado—, el desafío es interpretar no sólo lo que se firma, sino lo que se oculta.
A esa tarea se ha entregado, con admirable constancia, el voto en disidencia del Dr. Licht. Y sería un desperdicio intelectual —además de un error jurídico— ignorar su advertencia: que cuando la Aduana actúa como si no hubiera control, y el Tribunal decide como si no lo hubiera, el único que celebra es el importador astuto. Y la víctima es el sistema tributario.
No es poco.
(*) El artículo presenta un análisis conjunto de los expedientes «Cosméticos Avon S.A.C.I.» (Expte. N° 39.492-A), «World Sport S.R.L.» (Expte. N° 36.642-A) y «Wabro S.A.» (Expte. N° 37.884-A) , cuyas respectivas sentencias están disponibles para su consulta y descarga.
Abogado (UB) y Magíster en Administración de Empresas (MBA) por WHU – Otto Beisheim School of Management y la Universidad de San Andrés. Maestrando en Maestría de Derecho Tributario, Universidad Austral.
Se desempeña como profesional independiente, con trayectoria en la formación y liderazgo de equipos, enfocado en el gerenciamiento de conflictos y la gestión estratégica de proyectos.